
Martes, 7:00 de la mañana, zona del Mercado 4. Sobre la calle Luis A. Herrera casi Avda. Perú, los colectivos y motos ganan protagonismo de la peor manera, entre bocinazos, frenadas repentinas, adelantamientos imprudentes. La gente toma su lugar de rutina en una parada improvisada. Cuatro vendedores ambulantes llegan con sus productos. Se ubican en la vereda, preparándose para la venta en un día caluroso a pesar de ser invierno. Limones empaquetados, caramelos y maquinitas de afeitar son algunas de las ofertas, a precios tentadores. La luz roja del semáforo se enciende y comienza la lucha contra el hambre.
Por Carla Ascarza
Para la mayoría, los 30 segundos de la luz roja del semáforo son una molestia y generan impaciencia. Pero para otros, son la diferencia entre un día de hambre o uno de un plato de comida. Enfrentar la exclusión diariamente sin caer en la delincuencia, en una ciudad en la que predomina la indiferencia hacia los más pobres, la criminalización de los vendedores ambulantes y el miedo permanente a ser asaltados, es vivir entre la resignación, la resistencia y la esperanza.
Día de por medio, la miro caminar con pasos inseguros entre los colectivos, los autos y las motos. Bajo el sol, con pañoleta en la cabeza sujeta con un moño, ella sonríe y habla suave a los conductores. Les ofrece caramelos de dulce de leche, miel y café. La presentación de sus productos es impecable. Cada paquetito de 5 por G.2.500 ¿Quién no quiere un caramelo a media mañana? Muchas personas de la zona, comerciantes, obreros y estudiantes de centros educativos cercanos, son sus clientes fieles.
¿Qué puedo decir? Sencillamente se la quiere. Pero, esta no debería ser su realidad. Su vida corre peligro cada minuto que pasa en la calle. Con 63 años cumplidos en julio último, Felicita Giménez, después de tomar un poco de cocido, sale cada mañana de su casa ubicada en la Chacarita.
De acuerdo a datos que figuran en el sitio oficial del Instituto Nacional de Estadística (INE) ella forma parte de las 1 millón 817 mil personas cuyos ingresos per cápita son inferiores al costo de una canasta básica y que debe vivir con menos de G. 11.540 al día.
“Soy de Arroyos y Esteros pero vinimos a Asunción con mis padres cuando era muy chica. Tres de mis hermanos ya fallecieron en Buenos Aires y quedamos tres, soy la única mujer. Tengo 4 nietos y mi hija Eduvigis me acompaña a vender. Casi no gano nada, pero desde que me robaron mi carrito de frutas y verduras tuve que dedicarme a esto”, comentó Felicita mirando fijamente el semáforo.
En 30 segundos, Felicita debe tener la habilidad suficiente para convencer a la mayor cantidad posible de conductores de comprarle sus caramelos. La edad le juega en contra, aunque la fuerza de voluntad y el sueño de poner un kiosko o una pequeña frutería en su casa levantan su moral y suprimen cualquier indicio de deserción.
En Paraguay, existe el Programa Pensión Alimentaria para Adultos Mayores en Situación de Vulnerabilidad Social con 290.631 beneficiarios que reciben unos G. 630.000 mensuales. Si bien es una ayuda, el monto no alcanza para cubrir las necesidades básicas de un mes, y mucho menos los gastos de medicinas y buena alimentación.
Felicita al igual que cientos de mujeres y hombres de edad avanzada han perdido numerosos derechos a lo largo de sus vidas. El derecho a la educación, que perdió siendo aún una niña; el derecho a la salud, pues no cuenta con seguro social y en los hospitales nada es gratis y el derecho a ser protegida de toda injusticia y desigualdad que son una realidad de discriminación social contra ella y todas las personas en situación de pobreza.